20 de julio de 2025

El regreso del futbolín: del bar de barrio a las pantallas del mundo

Durante mucho tiempo, el futbolín fue el rey indiscutible de los bares, recreativos y cuartos de estar. Era el campo de batalla improvisado donde se resolvían rivalidades entre primos, se sellaban amistades eternas y se aprendía a manejar la presión de un penalti decisivo antes de llegar a la adolescencia. Y aunque durante unos años parecía relegado a un rincón polvoriento de la memoria colectiva, el futbolín está viviendo un inesperado y glorioso regreso. Como Stranger Things hizo por las bicicletas ochenteras, o TikTok por los bailes sincronizados, las redes sociales, las series de éxito y los creadores digitales están devolviendo al futbolín su merecido lugar en el centro de la cultura popular.

Pero para entender este resurgir, hay que empezar desde el principio. Literalmente.

La (disputada) invención del futbolín

El origen del futbolín, como el de muchas cosas hermosas, está envuelto en debate. Dos países se disputan la paternidad del invento: España y el Reino Unido. En el lado británico, la versión más citada se atribuye a Harold Searles Thornton, quien patentó en 1921 un "aparato para jugar a un juego de mesa de fútbol". La idea, según contaba su familia, surgía del deseo de adaptar el fútbol real a un formato casero durante los fríos inviernos ingleses. Su versión se llamó "table football" y tenía un aire algo rudimentario.

Pero en España, la historia adquiere un tinte más dramático. El gallego Alejandro Finisterre (seudónimo de Alexandre Campos Ramón) aseguraba haber inventado el futbolín en 1936, inspirado por los niños heridos en la Guerra Civil que ya no podían jugar al fútbol. Su versión incluía porterías, jugadores de madera pintados a mano y varillas metálicas. Registró la patente en 1937, pero la perdió durante su exilio en Francia tras la victoria franquista. Finisterre señaló siempre que su invento fue robado, replicado y exportado sin su permiso.

Sea cual sea el origen que prefiera el lector, lo cierto es que el futbolín echó raíces profundas en Europa y América Latina. En Francia se llamó "babyfoot"; en Alemania, "tischfußball"; en Italia, "calcetto"; y en Estados Unidos, "foosball", nombre derivado del alemán. En cada país, evolucionó con estilos propios: con porterías más anchas, jugadores cónicos o rectos, y hasta con reglas distintas sobre si se puede girar la barra completa (en España: sí; en Alemania: anatema).

De las tabernas al imaginario colectivo

Durante las décadas de los 60, 70 y 80, el futbolín fue omnipresente. En la España del desarrollismo, era tan habitual como la radio o el brandy. Los bares competían por tener el mejor futbolín, y los chavales del barrio organizaban liguillas con tanta seriedad como el Mundial de México 70. ¡Ay de quien se atreviera a tocar la palanca del portero sin haber metido moneda!

El futbolín fue además un elemento democratizador: jugaban ricos y pobres, niños y adultos, mujeres y hombres. No había algoritmo ni pantalla táctil que separara a los jugadores. Solo reflejos, estrategia y ese sonido inconfundible del gol: clac seco y glorioso.

¿Y cuándo pasó de moda?

Con la llegada de los videojuegos, la globalización del ocio digital y la aparición de otras formas de entretenimiento, el futbolín empezó a perder presencia. Sobre todo en entornos urbanos, donde los bares tradicionales dieron paso a cafeterías de franquicia y las consolas sustituyeron a los futbolines de madera. Pero no desapareció del todo. Como tantas cosas icónicas, quedó en letargo, esperando su momento.

El revival digital: futbolín 2.0

Ese momento llegó con la cultura de la nostalgia y la estetización de lo "retro". En Instagram, miles de fotos muestran futbolines vintage restaurados como piezas de colección. En TikTok, abundan los vídeos de jugadas imposibles a cámara lenta y trucos de profesionales. En YouTube, hay canales enteros dedicados a analizar tácticas, comparar modelos y cubrir torneos.

Series como Ted Lasso, La Casa de Papel o Stranger Things han mostrado futbolines como elementos del decorado que activan la nostalgia emocional del espectador. En The Office, hay una escena memorable entre Jim y Pam retándose en un futbolín; en Friends, Chandler y Joey tienen uno en su apartamento. Incluso la película Foosball (2013), una animación argentina dirigida por Juan José Campanella, puso al futbolín como protagonista absoluto.

Campeonatos y figuras del futbolín profesional

Para algunos, el futbolín no es solo nostalgia: es deporte profesional. Existen federaciones como la ITSF (International Table Soccer Federation), que organiza campeonatos mundiales con miles de participantes. España tiene su propia federación (FEFM), con ligas nacionales, clasificatorios y estrellas reconocidas. Jugadores como Franck Lamour, Tony Spredeman o el español Carlos Arévalo son leyendas dentro del mundillo.

Las reglas del futbolín competitivo son estrictas: nada de giros de 360º, saque neutral, y una norma de respeto casi sagrada entre jugadores. Y, ojo, los premios pueden llegar a decenas de miles de euros. Además, marcas como Bonzini (Francia), Tornado (EE. UU.) o Futbolín Español (con sede en Galicia) fabrican modelos profesionales que valen más que una moto.

Anécdotas que valen oro

En 1970, durante el Mundial de México, la selección alemana llevó un futbolín como parte de su equipamiento para relajarse en las concentraciones. Y en la Casa Blanca, durante la presidencia de Nixon, se instaló un futbolín en la sala de recreo. En 2008, la firma Louis Vuitton fabricó uno con acabados de cuero que costaba más de 60.000 euros. Y en España, hay bares legendarios donde se celebra el "Día del Futbolín", con torneo incluido y paella para los perdedores.

Impacto intergeneracional y cultura pop

Una de las razones del renacer del futbolín es su carácter intergeneracional. Padres e hijos pueden jugar juntos sin barreras tecnológicas. Es un lenguaje común, un terreno neutral donde no importan las edades. Para los mayores, es un viaje emocional; para los jóvenes, un descubrimiento analógico con encanto.

En redes como Reddit o X (antes Twitter), abundan los hilos con recuerdos entrañables: aquel futbolín de chapa oxidada en el camping, el bar donde sólo se jugaba con tres delanteros, la pareja que se conoció entre partida y partida. Y todo esto ha contribuido a un efecto dominó: la restauración de futbolines antiguos, la fabricación de modelos personalizados y la aparición de futbolines digitales con sensores y conectividad online.

El futbolín hoy: entre la nostalgia y el vanguardismo

Hoy en día, podemos encontrar futbolines en coworkings, terrazas hipster y oficinas de Silicon Valley. Google, Amazon y otras grandes empresas los tienen como parte de sus espacios de ocio laboral. El futbolín ya no es sólo un juego: es un elemento de diseño, un guiño cultural y un gesto de comunidad.

No es raro ver en Instagram a influencers organizando torneos temáticos; o en Twitch, streamers enfrentándose con reglas caseras; incluso hay NFT de futbolines pixelados en el metaverso. Y sin embargo, lo esencial no ha cambiado: dos personas, frente a frente, empujando barras de metal con pasión casi infantil.

Conclusión: el eterno retorno de la bola blanca

El futbolín ha regresado porque nunca se fue del todo. Como todo icono cultural, se adapta, se transforma y vuelve con nuevos significados. Lo que antes era el centro de una taberna oscura hoy es una pieza de diseño en un apartamento minimalista. Lo que era un pasatiempo de barrio, es ahora objeto de culto, herramienta terapéutica y deporte profesional.

En un mundo saturado de pantallas, el futbolín ofrece algo raro y precioso: contacto humano directo, juego físico, competencia limpia y ese crujido inolvidable cuando la bola blanca entra en la portería. Clac. Grito. Revancha.

Larga vida al futbolín.

19 de julio de 2025

“La smash brurguer y otras formas de sodomía con pan de brioche”por un descendiente espiritual, con acidez estomacal y verbo de Camilo José Cela

A mí que me perdonen los sumos sacerdotes de la hamburguesa gourmet, los barbudos del delantal de cuero, los heraldos del queso cheddar madurado entre los muslos de una virgen islandesa y la rúcula que ha visto más mundo que yo, pero esto que está pasando con las brurguesas —llamémoslas por su nombre de guerra, que el de pila ya no vale— no es comida ni negocio, sino estafa revestida de panecillo dulce y loncha de mentira.

Porque aquí, señoras y señores del jurado, no estamos ante una hamburguesa. No. Esto es otra cosa. Esto es un concepto. Un “concepto gastronómico urbano de vanguardia”, según los evangelistas del márketing, los que te venden un filete de tercera molido y aplastado como si fuera foie de unicornio, con nombre impronunciable y precio de dentista con bata limpia.


I. DE CUANDO LA VACA LLORA Y EL CLIENTE TAMBIÉN

La hamburguesa de diseño, esa santa herejía del hambre callejero, nace en el corazón podrido del hipsterismo de guante blanco, y se cría entre maderas recicladas, luces colgantes con bombilla vista, y camareros con tatuajes de origami japonés en los antebrazos.

Te cobran quince euros —¡quince, madre mía, y sin rubor alguno!— por una hamburguesa con nombre de película iraní:

“La smash de Wagyu con emulsión de trufa negra, cebolla caramelizada al Vermut blanco y reducción de bacon al mezcal.”

¿Pero esto qué es? ¿Una hamburguesa o la carta astral de un carnívoro en crisis de identidad?


II. EL PAN DE BRIOCHE, O EL MILAGRO DEL EDREDÓN AZUCARADO

El pan —¡ay, el pan!— antes era un soporte. Una cosa sencilla que no sabía a nada, que estaba ahí para que no te pringaras las manos. Pero ahora es un bríoush, con diéresis, como los nombres de los DJs de Ibiza. El pan de brioche lo carga el diablo, dulce y blando como las nalgas de un querubín, incapaz de sostener el jugo de la carne sin desmoronarse como el alma de un banquero en el confesionario.

Y entonces, uno muerde y se le escurre el cheddar por la muñeca, la grasa le salpica el sobaco y la cebolla al Vermut le cae en el pantalón recién planchado. Y todo esto mientras el camarero, que cobra en karma y descuentos en croquetas fermentadas, te sonríe como quien ha visto cosas.


III. LOS NOMBRES: UN ARTE DE GUERRA

Ya no hay hamburguesas que se llamen “la normal” o “la de queso”. Ahora se llaman “La Chispa de Kansas”, “La Tokyo Smash 2.0”, o “La Mac&Fake Deluxe by Hugo”.

La hamburguesa ha dejado de alimentarte para empezar a narrarte.

Una hamburguesa que necesita dos líneas de descripción y un asterisco con nota al pie no es una comida, es un PowerPoint. Y uno, que fue a comer, sale con la impresión de haber asistido a una ponencia en TEDx sobre la angustia de las patatas rustidas.


IV. DE LA LECHUGA INDIGNADA Y EL BACON DE POSTUREO

Lechuga. Cebolla. Tomate. Bacon. Los cuatro jinetes de la hamburguesa tradicional. Antes se ponían como quien se pone los calzoncillos: sin pensar, por pura higiene. Ahora no.

Ahora la lechuga ha de ser romana, pero de Roma la de Oregon; la cebolla, morada como la soberbia; el tomate, pelado a mano por vírgenes de Murcia; y el bacon... ¡el bacon no cruje, el bacon es lacón ibérico templado con soplete lánguido, para no herir sus sentimientos!


V. EL PRECIO Y LA GRAN ESTAFA DE LA SENSACIÓN PREMIUM

Que me venga alguien, con calculadora y decencia, a explicarme cómo un filete de 180 gramos, un pan dulce, y un poco de ensalada de bolsa pueden costar lo mismo que una ración de percebes.

¿Estamos locos o qué nos pasa?

Han cogido comida de pobre —porque la hamburguesa, por mucho que la vistan de seda, siempre será hija de la prisa y del estómago que ruge— y la han convertido en un símbolo de estatus, en un ejercicio de clase. Ahora parecer pobre comiendo hamburguesas te cuesta 22 euros, y eso, camaradas, es capitalismo nivel experto.


VI. POSTRES CON DOLOR Y REFRESCOS A PRECIO DE SANGRÍA

Y no termina ahí el drama. Porque si te atreves a pedir postre, te dan un “Brownie invertido con sal de Himalaya y espuma de Cola-Cao” por siete euros y medio, servido en una teja de pizarra que pesa más que tu indignación.

El refresco, por supuesto, no es un refresco. Es una “cola orgánica de cereza negra”, embotellada en Islandia por monjes luteranos, y te cuesta más que una cerveza en Alemania. Y tú, que entraste con hambre y ganas, sales con hipoteca y dispepsia.


VII. Y AUN ASÍ, LA GENTE VUELVE

Porque hay fotos. Porque hay stories. Porque si no subes la brurguesa a Instagram, no existió. Porque el hambre ha dejado de doler y ahora solo se postea.

Los jóvenes, que antes se comían una hamburguesa en silencio, ahora la diseccionan como si fuera arte contemporáneo.
—“¿La pido con extra de trufa o con cebolla confitada? ¿Y si la compartimos y hacemos un reel?”
—“Tú pide lo que quieras, pero que salga bien el plano del cheddar.”


VIII. EPÍLOGO: A DÓNDE VAMOS Y QUIÉN NOS GUIA

Vivimos tiempos raros. Tiempos en los que una hamburguesa cuesta más que un menú del día, en los que el pan lleva azúcar y el queso, narrativa. Donde la grasa ya no es pecado, sino storytelling.

Y uno, que ya no está para muchas fiestas, mira el plato con resignación, paga con tarjeta y se jura no volver.

Pero vuelve. Porque el ser humano, como el perro, tropieza siempre con la misma smash brurguer.


Si este texto te ha hecho reír, reflexionar o, al menos, mirar con sospecha a la próxima smash burger que te quieran colar, compártelo. No cambiamos el mundo, pero al menos nos reímos mientras nos lo fríen.