19 de julio de 2025

“La smash brurguer y otras formas de sodomía con pan de brioche”por un descendiente espiritual, con acidez estomacal y verbo de Camilo José Cela

A mí que me perdonen los sumos sacerdotes de la hamburguesa gourmet, los barbudos del delantal de cuero, los heraldos del queso cheddar madurado entre los muslos de una virgen islandesa y la rúcula que ha visto más mundo que yo, pero esto que está pasando con las brurguesas —llamémoslas por su nombre de guerra, que el de pila ya no vale— no es comida ni negocio, sino estafa revestida de panecillo dulce y loncha de mentira.

Porque aquí, señoras y señores del jurado, no estamos ante una hamburguesa. No. Esto es otra cosa. Esto es un concepto. Un “concepto gastronómico urbano de vanguardia”, según los evangelistas del márketing, los que te venden un filete de tercera molido y aplastado como si fuera foie de unicornio, con nombre impronunciable y precio de dentista con bata limpia.


I. DE CUANDO LA VACA LLORA Y EL CLIENTE TAMBIÉN

La hamburguesa de diseño, esa santa herejía del hambre callejero, nace en el corazón podrido del hipsterismo de guante blanco, y se cría entre maderas recicladas, luces colgantes con bombilla vista, y camareros con tatuajes de origami japonés en los antebrazos.

Te cobran quince euros —¡quince, madre mía, y sin rubor alguno!— por una hamburguesa con nombre de película iraní:

“La smash de Wagyu con emulsión de trufa negra, cebolla caramelizada al Vermut blanco y reducción de bacon al mezcal.”

¿Pero esto qué es? ¿Una hamburguesa o la carta astral de un carnívoro en crisis de identidad?


II. EL PAN DE BRIOCHE, O EL MILAGRO DEL EDREDÓN AZUCARADO

El pan —¡ay, el pan!— antes era un soporte. Una cosa sencilla que no sabía a nada, que estaba ahí para que no te pringaras las manos. Pero ahora es un bríoush, con diéresis, como los nombres de los DJs de Ibiza. El pan de brioche lo carga el diablo, dulce y blando como las nalgas de un querubín, incapaz de sostener el jugo de la carne sin desmoronarse como el alma de un banquero en el confesionario.

Y entonces, uno muerde y se le escurre el cheddar por la muñeca, la grasa le salpica el sobaco y la cebolla al Vermut le cae en el pantalón recién planchado. Y todo esto mientras el camarero, que cobra en karma y descuentos en croquetas fermentadas, te sonríe como quien ha visto cosas.


III. LOS NOMBRES: UN ARTE DE GUERRA

Ya no hay hamburguesas que se llamen “la normal” o “la de queso”. Ahora se llaman “La Chispa de Kansas”, “La Tokyo Smash 2.0”, o “La Mac&Fake Deluxe by Hugo”.

La hamburguesa ha dejado de alimentarte para empezar a narrarte.

Una hamburguesa que necesita dos líneas de descripción y un asterisco con nota al pie no es una comida, es un PowerPoint. Y uno, que fue a comer, sale con la impresión de haber asistido a una ponencia en TEDx sobre la angustia de las patatas rustidas.


IV. DE LA LECHUGA INDIGNADA Y EL BACON DE POSTUREO

Lechuga. Cebolla. Tomate. Bacon. Los cuatro jinetes de la hamburguesa tradicional. Antes se ponían como quien se pone los calzoncillos: sin pensar, por pura higiene. Ahora no.

Ahora la lechuga ha de ser romana, pero de Roma la de Oregon; la cebolla, morada como la soberbia; el tomate, pelado a mano por vírgenes de Murcia; y el bacon... ¡el bacon no cruje, el bacon es lacón ibérico templado con soplete lánguido, para no herir sus sentimientos!


V. EL PRECIO Y LA GRAN ESTAFA DE LA SENSACIÓN PREMIUM

Que me venga alguien, con calculadora y decencia, a explicarme cómo un filete de 180 gramos, un pan dulce, y un poco de ensalada de bolsa pueden costar lo mismo que una ración de percebes.

¿Estamos locos o qué nos pasa?

Han cogido comida de pobre —porque la hamburguesa, por mucho que la vistan de seda, siempre será hija de la prisa y del estómago que ruge— y la han convertido en un símbolo de estatus, en un ejercicio de clase. Ahora parecer pobre comiendo hamburguesas te cuesta 22 euros, y eso, camaradas, es capitalismo nivel experto.


VI. POSTRES CON DOLOR Y REFRESCOS A PRECIO DE SANGRÍA

Y no termina ahí el drama. Porque si te atreves a pedir postre, te dan un “Brownie invertido con sal de Himalaya y espuma de Cola-Cao” por siete euros y medio, servido en una teja de pizarra que pesa más que tu indignación.

El refresco, por supuesto, no es un refresco. Es una “cola orgánica de cereza negra”, embotellada en Islandia por monjes luteranos, y te cuesta más que una cerveza en Alemania. Y tú, que entraste con hambre y ganas, sales con hipoteca y dispepsia.


VII. Y AUN ASÍ, LA GENTE VUELVE

Porque hay fotos. Porque hay stories. Porque si no subes la brurguesa a Instagram, no existió. Porque el hambre ha dejado de doler y ahora solo se postea.

Los jóvenes, que antes se comían una hamburguesa en silencio, ahora la diseccionan como si fuera arte contemporáneo.
—“¿La pido con extra de trufa o con cebolla confitada? ¿Y si la compartimos y hacemos un reel?”
—“Tú pide lo que quieras, pero que salga bien el plano del cheddar.”


VIII. EPÍLOGO: A DÓNDE VAMOS Y QUIÉN NOS GUIA

Vivimos tiempos raros. Tiempos en los que una hamburguesa cuesta más que un menú del día, en los que el pan lleva azúcar y el queso, narrativa. Donde la grasa ya no es pecado, sino storytelling.

Y uno, que ya no está para muchas fiestas, mira el plato con resignación, paga con tarjeta y se jura no volver.

Pero vuelve. Porque el ser humano, como el perro, tropieza siempre con la misma smash brurguer.


Si este texto te ha hecho reír, reflexionar o, al menos, mirar con sospecha a la próxima smash burger que te quieran colar, compártelo. No cambiamos el mundo, pero al menos nos reímos mientras nos lo fríen.

No hay comentarios: